El 8 de marzo de 1910 se autorizó, mediante Real Orden, el acceso libre de las mujeres a la universidad en España. En este tiempo han puesto de manifiesto sus capacidades y han logrado un importante avance en el ámbito académico y científico, dentro de una institución con nueve siglos de historia.
La igualdad entre hombres y mujeres es una de las piedras angulares de la democratización de las sociedades modernas y es un principio jurídico universal, reconocido en el contexto internacional por la Carta de las Naciones Unidas, la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la Convención de las Naciones Unidas sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra las mujeres. Además de estos textos y compromisos internacionales sobre derechos humanos, son múltiples las leyes e iniciativas, a todos los niveles, que instan a plantear nuevas formas de pensar y actuar para hacer posible la transformación y el cambio para el logro de una sociedad más igualitaria. En los últimos años se han dado pasos significativos para la igualdad de oportunidades y derechos entre uno y otro sexo, y se han producido grandes avances en las políticas de igualdad en el marco de la Unión Europea y de las Plataformas de Acción de Naciones Unidas, pero todavía existen importantes retos relacionados con las necesidades, los intereses, los deseos y las demandas de las mujeres. Según un informe de 2008 publicado por el Instituto de la Mujer, las instituciones y la opinión pública son cada vez más conscientes de que, aunque las mujeres y los hombres sean diferentes, la desigualdad y la discriminación de género son incompatibles con la democracia.
Es innegable que a lo largo del siglo XX las mujeres han ido incorporándose a las diferentes esferas de la vida pública con gran empuje y son muchos los ámbitos en los que actualmente no sólo participan, sino que además destacan. Entre los logros obtenidos por la población femenina se encuentra el acceso a la formación y al conocimiento científico, del que estuvieron apartadas durante mucho tiempo la mayoría de las mujeres.
Las oportunidades de la población femenina en los países desarrollados para obtener formación académica y científica se han incrementado notablemente en los últimos treinta años y, hoy día, el número de mujeres matriculadas en los diferentes niveles educativos es superior al de hombres. Sin embargo, numerosos estudios de ámbito nacional e internacional sobre aspectos tales como la distribución del alumnado en las diferentes áreas científicas, el desarrollo profesional de las tituladas, los niveles laborales que alcanzan y la remuneración económica que perciben ponen de manifiesto que las mujeres, aun teniendo la misma o similar formación académica y conocimientos científico-profesionales que los hombres, no logran alcanzar los mismos éxitos que ellos.
Parece que la adscripción que determinados ámbitos profesionales y científicos han tenido y tienen al rol social masculino y la persistencia en el entramado social de los estereotipos de género más tradicionales pueden ser la causa del mantenimiento de ciertos modos de discriminación por género que todavía existen y de la lentitud con la que se están produciendo los cambios deseados.
Los roles sociales de género.
Las funciones de hombres y mujeres en la sociedad han estado determinadas por las características biológicas, el sexo, y diferenciadas por el entorno sociocultural, el género. Mientras que el sexo es una característica biológica y nos viene dado por la naturaleza, el género es una mera construcción cultural hecha según las funciones que en cada sociedad se asignan a cada sexo. Nuestra comprensión de lo que significa ser un hombre o una mujer lo aprendemos a lo largo de la vida. No hemos nacido sabiendo lo que se espera de nuestro sexo, sino que lo vamos aprendiendo de nuestra familia, de la escuela y de nuestros iguales a través de generaciones; con ello, hemos ido configurando los denominados “roles sociales de género” y, también, el conjunto de creencias que definen las características que se consideran apropiadas para hombres y mujeres, conocidas como estereotipos de género (como afirmaba Simone de Beauvoir en 1949, “una no nace mujer, sino que se hace mujer”). La función de la mujer ha estado reducida durante muchos años a la reproducción y, desde esta perspectiva, la maternidad y el cuidado de la prole y del círculo familiar han sido las tareas que han definido su rol social. En el caso del hombre, su participación en la sociedad ha estado orientada a sustentar el sistema productivo y a proporcionar medios materiales para el mantenimiento de la familia. Las culturas y las distintas civilizaciones de la historia humana han dado prioridad a las funciones que desempeñaban los hombres y han estado marcadas por el patriarcado.
Este reparto de funciones ha condicionado la vida de las mujeres a lo largo de la historia, reduciendo su quehacer al ámbito de lo doméstico y privado. Por ello, cuando han accedido al mundo público, ya sea como estudiantes, profesionales o dirigentes, se han encontrado con dificultades no sólo a nivel personal, sino también en el entorno familiar y en el ámbito sociocultural de las organizaciones.
A lo largo del siglo XX, se han producido importantes avances sociales, científicos y tecnológicos que han repercutido en cambios socioculturales de gran calado en la vida de las mujeres y han contribuido a su emancipación. Junto a estos cambios se han desarrollado suficientes apoyos legislativos que propician una sociedad más justa e igualitaria.
Formación y desarrollo personal.
La formación académica y el acceso al conocimiento científico son considerados logros esenciales en el proceso de liberalización de las mujeres. El acceso a la educación y la autonomía económica, junto al derecho al voto y al control de la propia fecundidad, han sido y son claves para que cada mujer pueda desarrollar su personalidad de acuerdo con su capacidad y sin las restricciones impuestas por la tradición, la cultura del lugar y el momento.
Aunque las mujeres siempre han estado presentes en todos los campos de la vida y por lo tanto del conocimiento, es a mediados del siglo XX cuando comienzan los historiadores a ocuparse de sus vidas y de sus trabajos. Hasta ese momento sólo encontramos en el siglo XVIII la publicación de Jerôme de Lalande Astronomía de las damas dedicada exclusivamente a las mujeres.
Clementina Albéniz en el aula de maestras / Archivo gráfíco de la Fundación Fernando de Castro
Las niñas y las jóvenes eran instruidas en el marco familiar y en actividades reconocidas como propias de mujeres. Las que pertenecían a familias acomodadas contaban con preceptores privados y lograban, en algunos casos, formar parte del grupo excepcional de “mujeres ilustres”. Sólo a partir del siglo XVII, en algunos países se les autoriza socialmente a aprender a leer y escribir y se les permite acceder a la educación elemental.
Incluso, cuando surgieron las primeras universidades, éstas asimilaron la cultura androcéntrica y misógina de su época y mantuvieron una oposición abierta a la entrada de mujeres. Así lo refleja un decreto de 1377 del Claustro de Profesores de la Universidad de Bolonia, que incluía en sus estatutos la siguiente prohibición: “Y puesto que la mujer es la razón primera del pecado, el arma del demonio, la causa de la expulsión del hombre del paraíso y de la destrucción de la antigua ley, y puesto que, en consecuencia, es preciso evitar cuidadosamente todo comercio con ella, nosotros defendemos y prohibimos expresamente que alguien se permita introducir alguna mujer, sea cual fuere ésta, incluso la más honrada, en la dicha universidad. Y si alguno lo hace a pesar de todo, será severamente castigado por el rector”.
Éstas y otras prohibiciones similares, bien de forma explícita o implícita, se mantuvieron durante mucho tiempo en el ámbito universitario. No obstante, en España se conoce la presencia puntual de alumnas en las universidades de Salamanca y Alcalá de Henares durante los siglos XV y XVI, llegando algunas a ocupar puestos docentes relevantes, como es el caso de Luisa de Medrano, Francisca de Nebrija y Beatriz Galindo. Esta última llegó a ser profesora de latín y preceptora de la reina Isabel la Católica. Posteriormente, en el siglo XVIII, María Isidra de Guzmán obtiene el título de grado de doctora en Filosofía y Letras Humanas en la Universidad de Alcalá de Henares, tras una autorización expresa del rey Carlos III.
A pesar de estos logros individuales, las mujeres todavía tuvieron que seguir sorteando normas si querían entrar en las aulas universitarias. La obligación de sentarse en la mesa del profesor, asistir a clase con un acompañante o refugiarse en un despacho en los descansos entre clases, así como las trabas para la expedición de títulos, la colegiación y el ejercicio de la profesión son algunas de las que se citan en el libro Las primeras universitarias en España, de Consuelo Flecha. También cuentan algunas biografías de Concepción Arenal que tuvo que ataviarse con una capa masculina para asistir a clase, sin matrícula ni título, en la Facultad de Derecho de Madrid (1840).
No obstante, en 1878, María Elena Maseras Ribera finaliza estudios de Medicina en la Universidad de Barcelona; y, en 1882, obtienen el grado de Doctorado en Medicina en la Universidad Central María Dolores Aleu Riera y Martina Castyells Ballespí.
Aunque a mediados del siglo XIX la educación era un derecho únicamente masculino y el 71 % de las mujeres eran analfabetas, cada vez eran más las que solicitaban permiso para realizar estudios superiores, por lo que una Real Orden de 16 de marzo de 1882 prohíbe “en lo sucesivo la admisión de Señoras a la Enseñanza Superior”; pero, el interés femenino por el conocimiento ya era imparable.
El apoyo de los krausistas.
Los movimientos pedagógicos liberales que surgieron en el último tercio del siglo XIX y principios del XX constituyeron un apoyo definitivo para la incorporación de las mujeres a la educación. Fernando de Castro (1814-1874), inspirado en el pensamiento krausista, fue uno de los defensores y promotores de la extensión de la cultura y el conocimiento a las mujeres. A poco de ser nombrado rector de la Universidad de Madrid (1868), proclama su interés por extender la cultura al pueblo por medio de la Universidad, incluidas las mujeres. Organiza las Conferencias Dominicales para la educación de la mujer (febrero de 1869), germen de la Asociación para la Enseñanza de la Mujer, y posteriormente creará el Ateneo de Señoras y la Escuela de Institutrices. Su influencia sería decisiva para la eliminación de las limitaciones que tenía la población femenina para acceder a la Universidad. En diciembre de 1869, Fernando de Castro inauguró el curso de la “Escuela de Institutrices”. Visto el éxito, pensó en consolidar la obra y dio un nuevo y más decidido paso adelante con la creación al año siguiente de la Asociación para la Enseñanza de la Mujer.
Popularmente conocida en Madrid como “Institución-Castro”, la Asociación pronto alcanzó gran éxito: en los cursos de 1882 a 1884, el conjunto de alumnas matriculadas ascendió a 851. Instalada desde 1880 en la casa número 14 de la calle de la Bolsa, desde 1892 contó con un edificio propio en la calle de San Mateo.
El filósofo, ensayista y pedagogo Francisco Giner de los Ríos (1839-1915), también seguidor del pensamiento krausista, colaborador de Fernando de Castro y, como éste, profesor de la Universidad de Madrid, fue otra de las figuras claves en el acceso de las mujeres a la educación en igualdad con los hombres. Creador de la Institución Libre de Enseñanza, en la que plasmó sus ideas pedagógicas basadas en el respeto a la persona y en una educación práctica, consideraba que la ciencia tiene una función social y que todas las personas deben poder acceder a ella.
La Institución Libre de Enseñanza abre sus puertas el 29 de octubre de 1876, en la calle de Esparteros de Madrid, y mantiene una conexión ideológica con la Asociación para la Enseñanza de la Mujer. Además, Giner de los Ríos sostuvo una fructífera relación intelectual con grandes mujeres de la época, como la escritora gallega Emilia Pardo Bazán y la penalista Concepción Arenal, ambas grandes defensoras del derecho de la mujer a la educación.
Son numerosos los escritos de Giner en los que se ocupa de la cuestión de la educación de la mujer. En ellos expone la importancia de educar a la mujer en igualdad con el hombre y defiende tenazmente la coeducación de los sexos: la Institución la impondrá en sus escuelas y colonias de vacaciones como resorte para formar el carácter moral y asegurar la pureza de costumbres. Asimismo, se mostró partidario de permitir a las muchachas seguir carreras universitarias y fue un defensor permanente de la educación de la mujer en los Congresos Pedagógicos de la Restauración. Giner fue, según Emilia Pardo Bazán, “resueltamente feminista”, pues se interesaba en alto grado por “todo lo que atañía al mejoramiento de la condición de la mujer”.
En 1915 se crea, en la calle Fortuny de Madrid, bajo la dirección de la ilustre pedagoga María de Maeztu, la Residencia de Señoritas, según el modelo de la Residencia de Estudiantes, fundada en 1910 para los hombres. Su principal objetivo era el fomento de la educación universitaria para la mujer y tuvo como función inicial albergar a las primeras estudiantes universitarias.
Estudiantes de Cambridge School. Archivo gráfico de Smith College.
El libre acceso a la universidad.
Con las ideas liberales del rector de la Universidad de Madrid, Fernando de Castro, y del filósofo y pedagogo Giner de los Ríos, que propugnaban modelos pedagógicos en los que incluían a las mujeres, y con el apoyo de un grupo encabezado por Emilia Pardo Bazán, en el que se encontraban también algunos hombres, como el jurista y filósofo José Castillejo y el propio ministro de Instrucción Pública, Julio Burell, en 1910 se da el libre acceso de las mujeres a la universidad.
En el presente año se cumple, por tanto, un siglo de la Real Orden del Ministerio de Instrucción Pública, de 8 de marzo de 1910, que, firmada por el Rey Alfonso XIII, autorizaba el acceso libre de las mujeres a la Universidad en España. Esta norma derogaba otra del mismo rango de 1888, que establecía la obligación de consulta a la Superioridad para aceptar las inscripciones de matrícula oficial o no oficial solicitadas por las mujeres.
Pocos meses más tarde, el 2 de septiembre del mismo año, se aprueba otra Real Orden, también del Ministerio de Instrucción Pública, que habilitará a las mujeres que estén en posesión de títulos académicos expedidos por este Ministerio o por los rectores y demás jefes de centros de enseñanza, para el ejercicio de las profesiones que tengan relación con el Ministerio de Instrucción Pública. Además, en esta misma norma se les otorgan los mismos derechos que a los demás opositores para el desempeño efectivo e inmediato de cátedras e incluye que estos derechos se harán constar en las inscripciones de matrícula.
El significado de estas normas adquiere una dimensión especial porque van a permitir el reconocimiento público de la formación y del saber científico de las mujeres tras el aval de un título universitario, así como su incorporación oficial a la función docente e investigadora.
Biblioteca Residencia Señoritas en Madrid / Archivo gráfico de la Residencia de Estudiantes.
La crónica de los cien años transcurridos podríamos sintetizarla en la lucha de las mujeres por incorporarse a la vida pública de pleno derecho y por alcanzar los mismos niveles de formación y de reconocimiento profesional y laboral que los hombres. En este tiempo, las mujeres han puesto de manifiesto sus capacidades y han logrado un importante avance en el ámbito académico y científico, en una institución como la universidad, que tiene nueve siglos de existencia.
La paulatina incorporación de las mujeres a las aulas universitarias, ya sin trabas burocráticas a partir de 1910, tuvo como resultado la obtención de los primeros títulos universitarios con nombre femenino dotados de pleno reconocimiento académico y administrativo.
Así, en 1914, se gradúa la primera Licenciada en Ciencias, María Sordé Xipell; la primera doctora en Ciencias (1917), Catalina de Sena Vives Pieras; la primera doctora en Farmacia (1918), Zoé Rosinach Pedrol; la primera licenciada en Derecho (1922), María Ascensión Chirivella Marín; la primera doctora en Derecho (1928), Carmen Cuesta del Muro; la primera ingeniera industrial (1929), Pilar Careaga Basabe; y la primera arquitecta (1936), Matilde Ucelay Maortúa.
A lo largo del siglo XX, y especialmente en el último tercio, se produce una incorporación creciente de mujeres a los estudios de nivel superior en España, incluido el doctorado. De tal manera que, en el curso 2009-2010, según datos de la Secretaría de Estado de Universidades, el alumnado femenino en los estudios universitarios supera al masculino (53,4 % mujeres), y del total de personas que se han graduado en el mismo periodo, el 60 % han sido mujeres. En el tercer ciclo, de las personas que han obtenido el título de Doctor/a, el 48,6 % eran mujeres. Sin embargo, cuando se analizan los datos clasificados por áreas de conocimiento y campo de estudio nos encontramos que la adscripción de mujeres y hombres es diferente. En el estudio de 2007 del MEC, Académicas en Cifras, se recoge que las mujeres representan mayoría en Ciencias de la Salud (75%), Ciencias Sociales y Jurídicas (63,4%), Humanidades (63%), Ciencias Experimentales (58,9% ), mientras que en las carreras técnicas representan el 27,6%.
Las universidades tecnológicas, como la Politécnica de Madrid, tienen un alumnado mayoritariamente masculino. Las ingenierías, la arquitectura y el deporte continúan siendo ámbitos profesionales identificados socialmente con el quehacer de los hombres. Y, aunque unas titulaciones cuentan con mayor número de alumnas que otras, el porcentaje total del alumnado femenino, según los estudios de la UPM, es del 34,4%en los estudios de ciclo largo y 29,5% en los de ciclo corto, datos que permanecen prácticamente invariables desde el año 2000.
Las cifras de España encuentran correlación con las que se dan en otros países de nuestro entorno sociopolítico y geográfico. En el ámbito de la Unión Europea, según datos de EUROSTAT, el porcentaje de estudiantes mujeres en el campo de la ingeniería, industria y construcción sólo sobrepasa el 30% en el caso de Dinamarca (33,3%), Bulgaria (31,1%) y Rumanía (30,4%); en el campo de las ciencias, matemáticas e informática tienen paridad de alumnos y alumnas en Italia, Portugal y Rumanía, mientras que el resto de países se mueve en torno al 30-35%. En los campos de educación, humanidades y arte, ciencias sociales y jurídicas, y salud y servicios sociales, el porcentaje de estudiantes mujeres es de dos tercios del total en la mayoría de los países.
Del análisis de estos datos se deduce que, si bien hemos superado las recias barreras que impedían el acceso de la población femenina a la formación superior, todavía se hacen patentes las influencias de la cultura y la tradición a la hora de elegir los estudios. Y este hecho está generalizado en casi todos los países de Europa, incluso en aquellos que tienen una estructura social más igualitaria, como son los casos de Finlandia o Alemania.
Asimismo, se observa la influencia de los estereotipos sociales de género en el tipo y nivel de ocupación profesional y laboral que realizan las mujeres en la universidad. El estudio Académicas en Cifras destaca que la distribución de mujeres y hombres en los diferentes niveles del personal docente está desequilibrada a favor de los hombres, siendo muy llamativo el hecho de que las mujeres que finalizan los estudios sea del 60,3% y, sin embargo, sólo el 37,9% ocupen el nivel de profesora titular y el 13,9% alcancen el de catedrática. En la UPM, las catedráticas representan el 7,9% y las profesoras titulares, el 24,8%.
La universidad, motor del cambio.
El papel de las universidades en los cambios socioculturales y económicos de los países es de gran responsabilidad. El impacto que la universidad tiene en su ámbito de actuación sobre el capital humano resulta esencial como motor para el avance de cualquier sociedad. También tiene que ver, de manera incuestionable, con la construcción de una realidad mejor en el ámbito de la convivencia, el espíritu crítico, la creatividad y, en definitiva, el bienestar a cuya extensión contribuye.
En los últimos años, en España se ha creado un marco legislativo y jurídico en materia de igualdad de los más adelantados de Europa (Ley Orgánica 1/2004 de 28 de diciembre contra la violencia de género y Ley Orgánica 3/2007 de 22 de marzo para la igual- dad efectiva entre mujeres y hombres), que constituye una herramienta funda- mental para lograr definitivamente una sociedad más justa e igualitaria.
No obstante, nuestro país se sitúa en la posición decimoséptima de la clasificación mundial en el Índice de Disparidad entre Géneros, publicado por el Foro Económico Mundial, que evalúa el buen uso y el reparto de los recursos y oportunidades entre la población femenina y masculina en áreas como salarios, niveles de participación y acceso a empleos altamente cualificados, participación política, educación, etc. Este puesto nos aleja del restringido club de los Estados europeos más paritarios.
En el ámbito universitario, a la legislación citada que establece, entre otras cosas, la prioridad y obligatoriedad de crear observatorios y unidades de igualdad en las universidades y el desarrollo de políticas activas para el desarrollo de la paridad de género hay que añadir la reciente LOMLOU (Ley Orgánica 4/2007 de 12 de abril) y el Real Decreto que establece las normas para la elaboración de los nuevos estudios de grado y posgrado adaptados al EEES (R.D. 1393/2007 de 29 de octubre), que contemplan la obligación de incluir formación con perspectiva de género en los planes de estudio.
Por otro lado, la amplia trayectoria de los Estudios de las Mujeres, Feministas y de Género, consolidados ya en casi todas las Universidades españolas, la progresión de la investigación desarrollada por estos colectivos en las últimas décadas de la que dio cuenta el Libro Blanco sobre los Estudios de las Mujeres en las Universidades españolas (1975-1991) y su posterior actualización en la obra Feminismo y Universidad, las redes internacionales desarrolladas, el interés en su fomento con la creación, en el marco del Plan Nacional de Investigación Científica, Desarrollo e Innovación Tecnológica, de un Programa Sectorial de Estudios de las Mujeres y de Género; en definitiva, ha dado como resultado un vasto conocimiento sobre la desigualdad, discriminación y sesgos de género que se está poniendo de manifiesto constantemente en congresos y eventos científicos y académicos.
Las instituciones universitarias, en el momento presente y ante la reforma del EEES, no pueden eludir la responsabilidad legal atribuida, pero, mucho menos, la que tienen en el ámbito científico y social. El desarrollo de programas que permitan conocer las causas de la desigualdad, buscar soluciones para lograr la igualdad de mujeres y hombres y, por tanto, una sociedad del siglo XXI más integrada y democrática, deberían ser incluidos en sus planes de calidad. Es indudable que a la Universidad le quedan todavía muchos retos por superar hasta lograr la deseada igualdad. El hipotético “techo de cristal” con el que se designan las barreras que frenan el camino de las mujeres hacia la paridad debe romperse definitivamente este siglo, y las instituciones universitarias deben liderar los cambios sociales orientados a este fin.
La igualdad entre mujeres y hombres significa la posibilidad que tienen todas las personas de desarrollar sus capacidades personales, tanto en el ámbito público como en el privado; la toma de decisiones sin las limitaciones impuestas por los roles tradicionales asignados en función del sexo; y el reconocimiento del valor de todas las aspiraciones y necesidades de mujeres y hombres.
La igualdad, además de ser un derecho de las personas, es una necesidad estratégica para avanzar en democracia y para la construcción de una sociedad más justa que permita un mayor desarrollo social y económico.
Élida Alfaro
Presidenta de la Asociación de Estudios sobre la Mujer – UPM
Premio Nacional del Deporte 2016